Cuando llegó la presentación de Cerati en el Colón, Ramírez, que afianzaba su carrera y se perfilaba como uno de los grandes diseñadores de la Argentina, corrió desde su primer desfile en el Bafweek para ver la presentación con la Orquesta Sinfónica Nacional. «El Colón estallaba de gente. No había lugar y me quedé en la entrada, detrás de la cortinita, junto a los acomodadores. Cuando lo vi fue un shock para mí tan grande, era ver mi boceto transformado en Gustavo Cerati, en el escenario del Teatro Colón. Fue la primera vez que sufrí un ataque de pánico, porque me desbordó. Por eso te digo que tengo un alma tortuosa, porque en vez de disfrutarlo.».
La anécdota describe al detalle a Pablo Ramírez, que percibe la moda en negro y blanco. A puro talento creó un estilo de piezas eternas, tan clásico como sofisticado, con una seguridad, determinación y osadía que se contraponen con su timidez inherente.
Un estilo en la moda que cumple 20 años en marzo, con la presentación de su primera colección, Casta, que remitía a las monjas que lo acompañaron en su escolaridad en Navarro, Buenos Aires. Del otro lado de la pasarela hay un Pablo Ramírez vestuarista, que nació casi en simultáneo con el diseñador y que aún viste a elencos completos de obras de teatro, óperas, ballets y musicales en la Argentina y en el exterior. Su primer estreno fue el Descenso de Orfeo a los Infiernos en el teatro Avenida, dirigida por Alejandro Ullúa, también en el 2000. Hace dos años trabajó para la ópera Tosca, con dirección del brasileño Jorge Takla para su estreno en Montevideo.
Muchos de los vestuarios los realizó para el director teatral Alfredo Arias, como Elle, Divino Amore, Cinelandia y Tatuaje (uno de sus preferidos) «Los vestuarios de Alfredo me han dado siempre la posibilidad de explorar cosas, desde el volumen, el color, la textura, cosas inimaginables».
-¿Disfrutás de hacer los vestuarios?
-Sí, lo disfruto y lo sufro. Como todo en mi vida. Lo que disfruto en realidad es la parte del juego, pero no es mi juego. Para mí, el dueño del juguete es el director, es el que tiene la visión. Él tiene una idea y un cuento, y quiere contarlo de una manera, entonces me llama para que le haga los vestiditos a sus muñecas. Me encanta ese juego y saber hasta qué punto quieren de mí.
Antes de la experiencia con Gustavo Cerati, Fito Páez lo había convocado para que le diseñara un vestuario para él y su banda. Le hizo una propuesta con tal seguridad y se encontró con una persona tan receptiva que enseguida Fito accedió a vestirse de rojo, y los músicos de blanco, cada uno con un look diferente. Al mismo tiempo, Dolores Navarro Ocampo lo había llamado para que participara del concurso Diseñador del 2000. «El concurso me coincidió justo con lo de Fito, así que medio fue un caos.»
-Caos, pero también exposición.
-Sí, bueno. yo igual siempre las cosas buenas me las tomo en el mal sentido (se ríe). Siempre las vivo de manera tormentosa y dramática. Soy así.
-¿Te desbordó la situación?
-Me suele pasar eso, sí. Mi analista me dice: «Disfrutá del proceso». Y yo le digo: «Sí, tengo que lograrlo, la próxima». Pero me cuesta un montón. Ahora lo miro y dimensiono, pero en aquel momento no podía.
-¿Y cómo te abriste camino en la carrera con tanta timidez?
-Creo que tuve dos factores muy grandes. Uno, para mí, tiene que ver con algo que hice siempre. Hoy, siendo una persona grande, miro para atrás y veo al joven que fui y pienso: ¡Qué atrevido! Pero a la vez, yo estaba muy seguro, estaba muy decidido sobre lo que quería hacer y sobre cómo lo hacía.
-Tenías osadía y determinación.
-Había como una especie de inconsciencia en la determinación, porque desde muy muy chico, en cada cosa que hacía, había una determinación. Lo que me movió siempre fue la pasión. No había distracción. Nunca se me hubiese ocurrido elegir otra carrera. Como si el camino estuviera marcado, lo tenía muy claro. Una gran pasión. Y además siento que en un punto fui hacia una dirección y me fui encontrando, a la vez, en el tiempo y en el lugar, con las situaciones y las personas indicadas. Iba por el camino correcto.
Aquella primera colección, «Casta», fue todo un éxito, le siguieron pedidos y llamados, pero él aún no sabía qué camino seguir. Se unió por unos meses en un showroom con la diseñadora Mariana Dappiano, donde las coloridas estampas de ella se contraponían con el estilo gótico de él. Fue cuando recibió su primer -e insólito- pedido de traje de novia: una mujer le encargó el mismo vestido de cuero negro con el que había cerrado el desfile.
Claro que hay colores. Azul, rojo, fucsia, anaranjado. Pero Pablo Ramírez solo abre la paleta cuando hace vestidos a medida, «cuando pongo mi mirada en función de otro, entonces sí trabajo color». Pero en sus colecciones prêt-à-porter todo es negro, y blanco. El color es sólo personalizado.
Hubo una excepción, quizá de esas que confirman la regla. Cuando en el verano de 2005, a pedido de sus socios de entonces, el diseñador creó la colección «Fiesta», donde cerraba con t-shirts negras, blancas, azules y rojas. «Lo gracioso es que cuando terminó la temporada, se habían vendido las blancas y las negras y habían quedado las rojas y las azules, esas no se habían vendido», recuerda.
-¿Por qué el negro? ¿Fue una estrategia, una decisión o un gusto?
-Fue una decisión. En realidad. tengo que decir la verdad. Cuando antes de mi primera colección viajé a Nueva York, empecé a dibujar sobre papel negro con tinta blanca. Pensaba nada más que en siluetas negras. Cuando volví a Buenos Aires y fue el concurso, me dije: quiero que sean trajes negros. Cuando presenté la colección, empezar ahí fue directamente bueno, una declaración: yo quiero ser un diseñador de ropa negra, quiero crear ropa clásica que sea atemporal, que atraviese el tiempo, que la gente pueda coleccionar como piezas, como objetos, desde el primer momento. Me escucho ahora, 20 años después, y pienso: ¡qué atrevido, qué ambicioso!
-También diseñás en colores.
-Sí, sí, sí. No hago color en mis colecciones. No vas a encontrar color en mi perchero, pero para quien viene al atelier hago color, color personalizado. Ahora tenemos la tienda en Recoleta [en Ayacucho 1984, donde se mudó desde San Telmo hace dos años], con mucha más exposición. Hay gente que ve un vestido y pregunta: «¿Me lo pueden hacer en color?» Igual, a mí me encanta, no es que tenga algún problema con el color y que me haga mal o me moleste, de hecho lo disfruto, pero yo soy negro.
-¿Qué te gusta del negro? ¿La elegancia?
-Hace un tiempo me llamó Nicole Neumann y le presté dos looks para el Bailando… Se puso un smoking negro y luego un vestido blanco. Yo tenía su imagen con cosas medio estridentes y cuando la veo con el smoking negro, fue como una especie de tranquilidad visual. Era un oasis. Esa es la sensación que me da. Siento que el negro subraya a la persona. No encuentro otro adjetivo. Es como si la ropa, de alguna manera, no tuviera protagonismo, lo que tiene protagonismo es la persona. Lo que yo hago es silueta, una silueta donde no importa bien lo que tenés puesto, es como una sombra, que te favorece, que te mejora, que te estiliza. Pero la que te ves bien sos vos, definitivamente. Yo la veía a ella y decía: se ve divina. Y lo mismo con el vestido blanco, se veía espléndida.
-Una identidad tan fuerte, ¿se tiene que renovar en algún momento?
-De hecho, cuando empecé con todo esto, me cuestionaban que no era un proyecto comercial. ¿Cuán comercial puede ser querer hacer esto?
-¿Y vos le veías proyección comercial?
-Soy idealista, entonces veía unos ideales muy marcados. En ese entonces no existía para nada el concepto de sustentabilidad y yo estaba de alguna manera desarrollando algo que tenía que ver con la sustentabilidad. No quería hacer ropa descartable. Yo quiero hacer cosas que perduren, con buenos materiales, bien cortada, que la moldería esté bien hecha, que te calce bien y que digas: «Adoro este pantalón, amo este vestido, amo esta camisa, la quiero conservar, la quiero cuidar y es tan buena que me dura. Y como es tan buena y me dura, voy a comprarme otra prenda u otra pieza de este diseñador, porque sé que me funciona y lo puedo combinar con otras cosas». En la moda no hay fórmulas. Esto que yo había mirado y había criticado trabajando para otras marcas cuando iban atrás de lo comercial, me permitió no ser víctima de eso.
-Pero terminaste haciendo una fórmula vos también.
-Sí, pero todo el tiempo me doy cuenta de que. Por ejemplo, yo siempre hice novias y hoy sigo haciendo novias y nunca dejé de pensar que el vestido a medida es algo que está fuera de escala para la realidad en la que vivimos. ¿En qué país del Primer Mundo alguien se hace un vestido a medida? ¿Qué profesional sueco, español o francés va a ver a un diseñador a que le diseñe el vestido?
-¿Y por qué acá sí se da ese fenómeno?
-Eso está desfasado, y en realidad eso tiene un costo que.
-Es excesivo y exclusivo.
-Pero que no pasa por lo esnob, o por lo menos yo no le pongo el precio por esnob. Hay gente que por ahí piensa que el vestido a medida tiene que tener veinte entrevistas, yo no juego a eso. Vos venís con el zapato y la ropa interior que vas a usar, te tomo todas las medidas exactas. Después de eso, hago un maniquí con tus medidas. No es como en la casa Dior, no conservo los maniquíes de todas mis clientas. Yo armo el maniquí con tus medidas hasta que te entrego el vestido y, cuando te lo entrego, lo desarmo. Te lo probás dos veces.
-¿Buscás la perfección en todo lo que hacés?
-(Se ríe) Sí, sí. Es una búsqueda mía la perfección, absoluta. Lo tengo innato. No sé por qué, pero es así y creo que lo tengo en el ADN, porque mi hermana es igual, mis sobrinos también.
-Pero, ¿hasta la obsesión?
-Y, sí. El límite está bastante con la obsesión.
-¿En tu casa sos ordenado como en el atelier?
-Sí, pero como todo, siempre con vías de escape. Por ejemplo, me pasa que viene alguien y me dice: «Está impecable». Y yo digo: «No, para mí está hecho un desastre». Sé que tengo que aflojar. Me ha pasado con cosas que yo veo mal y que el otro no registra. O al revés, me llama la atención que la gente tiene en cuenta mi mirada de una manera y yo no. Me incomoda o me pone mal por el otro cuando la gente me saluda y me dice: «Ay, discúlpame que no tengo vestido negro». Y yo digo: «¡No, por favor!». Porque de verdad no me estoy fijando. Me conecto con la gente por otro lado.
-¿Cómo te llevás con ese mundo de celebrities? ¿Te divierte o es un mal necesario?
-Un mal, seguro (se ríe). Me parece muy agotador el sistema. Es lo mismo que te decía del vestido a medida, porque está muy fuera de escala acá. Encima, ahora entró en circulación el mal de la vestuarista o de la asesora de vestuario, o de la estilista. Yo no atiendo a nadie que no sea la persona en sí misma. El problema, en general, es que se pretende comparar lo que hay acá con lo internacional, y lo internacional es otra escala porque estás hablando, primero, de megaestrellas que mueven millones, y megacompañías, como Dior, Chanel, Saint Laurent. Yo soy un diseñador independiente, que tengo un solo local y una tienda online. Además, no hay coherencia, porque una actriz o una cantante hoy se lleva un traje mío, lo usa hoy y mañana sale vestida de cualquier cosa. No hay una fidelidad, no hay un seguimiento, no son embajadoras de Pablo Ramírez. En ese momento visten Pablo Ramírez, y además tampoco tenés la certeza ni la seguridad de cómo lo usará, con otro collar o peinado que le asesoraste. Entonces, es muy desgastante. Y además yo no tengo un piso en mi atelier dedicado a atender celebrities con un departamento lleno de asistentes buscando ropa. Somos nosotros. Lleva un montón de tiempo.
-¿Es una forma de visualización?
-Por supuesto, yo con todas, desde Cecilia Roth hasta Natalia Oreiro o quien sea, habla conmigo y vienen a acá. No puede venir alguien X en representación a buscar ropa, a llevársela para que se la pruebe. De ninguna manera. Y si viene a acompañarla, que la acompañe, pero la persona que la va a asesorar cuando se está vistiendo soy yo.
-Decime tres personas a las que disfrutaste vestir .
-Marilú Marini para mí es como lo máximo, es alguien que le das un pañuelo y que hace alta costura con eso. Es como el súmmum. También, Lucrecia Martel y Carolina Peleritti.
En su atelier amplio y luminoso, los maniquíes dan la bienvenida con su línea de bijou. Detrás de un escritorio impecable, una biblioteca ordenada, con libros principalmente de moda, se exhiben algunos de sus premios: el Konex Artes Visuales, el Fashion Edition otorgado por el fotógrafo de moda Scott Shuman, de The Sartorialist, las Tijeras de Plata y de Oro de la Cámara Argentina de la Moda.
-Al principio de tu carrera decías que te identificabas con el escritor Manuel Puig, ¿por qué esa identificación?
-Primero, me identifiqué con esa necesidad, de ser un chico de pueblo queriendo escapar del pueblo; con esto de cultivar una imaginación y un mundo propio e interior muy grande. Me cautivaron siempre todas sus novelas. Después empecé a estudiar sobre él y ahora, de grande, tuve la suerte de conocer a mucha gente que lo conocía.
Su pueblo, del que quería escapar, es Navarro, Buenos Aires, a 133 kilómetros de su tienda en Recoleta. Ahí nació hace 48 años, donde vivía con su papá mecánico, su mamá ama de casa, su hermana y hermano.
-Cuando volvés a esa infancia, ¿qué imagen tenés?
-La verdad es que ya estoy grande y siento que me reconcilié con todo eso, no tengo traumas de la infancia, pero sí siento que, de alguna manera, eso marca el camino que uno toma indefectiblemente. Hoy hablo con mi sobrino o con mi hijo [Valentín, de 19 años, hijo de su pareja y socio Gonzalo Barbadillo] los escucho y pienso: «No tengas dudas de que lo que estás padeciendo hoy va a hacer a la persona que serás mañana». Hoy es difícil que veas en perspectiva cómo vas a transformar esto.
-Eso vos lo transformaste en creación.
-Claro, creo que sí, que de alguna manera todos logramos rearmarnos o construirnos en función de dónde venimos o de quiénes somos. Si pienso en mí como un niño, por un lado me pienso como un chico normal y, por otro, me pienso como en una rareza también.
-¿Por qué hiciste el secundario pupilo?
-Terminé el colegio primario y en Navarro había cinco secundarios, y en séptimo grado les dije a mis padres -no sé cómo hice todavía-: «Quiero ir pupilo». Lo pienso al día de hoy. Quería ir pupilo porque no me gustaba ningún colegio, pensaba que el secundario sería un infierno y que la pasaría mal. Era eso, le tenía miedo al bullying en realidad. Necesitaba escaparme de Navarro, y el pupilo estaba en Luján.
-¿Y ahí la pasabas bien?
-Sí, pero cuando llegué, dije: «¿En qué me metí?».
-¿Cómo influyeron los hábitos eclesiásticos en tus diseños?
-Creo que un poco esto que acabás de observar tiene que ver con esa imagen que para un niño es tan imponente. Esta figura que aparece toda vestida de negro, que tiene ese misterio y, a la vez, después, cuando uno accede a la monja, a la hermana o al padre, te encontrás con un ser humano que tiene otra historia. Yo iba a un colegio religioso en el que las monjas vivían ahí, entonces de chico estaba el misterio.
-¿Quiénes te acompañaron desde esa infancia al camino de la moda?
-Una de las primeras señales fue en el secundario, cuando Eva, una amiga de mi madre, que vivía a la vuelta, me trajo una nota de la nacion que decía que se hacía el primer concurso de Alpargatas, y yo me presenté con 14 años. Armé los bocetos y me vine a Buenos Aires a presentar la carpeta. Yo estaba todo el día dibujando. En mi casa es como que no sabían qué hacer conmigo. Al mes, me llegó una carta por correo postal diciéndome que no había quedado seleccionado. Al retirar la carpeta, me recomendaron que siguiera participando.
-¿Tu familia te acompañaba?
-Sí, sí. No me sentía estimulado, quizá, pero tampoco era censurado. Estaba medio boyando. Por eso, de adulto digo: «Pobres, hicieron lo que pudieron». Y decís: qué difícil. Ahora puedo tomar conciencia y pensar en todo lo que me dejaron hacer. Pero nunca tuve problemas de enfrentarme porque siempre logré la forma de acomodarme y de hacer lo que yo quería. Siempre, en realidad, hice lo que quise sin tener que rebelarme.
«Nunca tuve la fantasía de tener una marca propia», reconoce a la distancia de aquellos años de aprendizaje. «Así como nunca me imaginaba cómo podría llegar de Navarro a Buenos Aires y entrar en el mundo de la moda. Lo tenía como meta, pero no sabía cómo lo haría. En el secundario, mi mamá me decía: «¿Por qué no le mandás unos bocetos a Roberto Giordano o le escribís a Pinky». Y yo le contestaba: «Ni loco, porque soy muy tímido». Veinte años después la vestí a Pinky. Las vueltas de la vida. Nunca fui atrevido, de mandarme, pero sí de estar muy concentrado en hacer lo que tenía que hacer. Yo lo que quería era trabajar en diseño y cuando empecé a trabajar, ya estaba».
Antes de «Casta», su primera colección de pasarela, hubo un camino que comenzó con un jumper de jean. Estudiaba en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo [«una de mis mejores experiencias, me abrió la cabeza por completo. Era un momento muy efervescente, porque en la carrera empezaba todo: desde cómo íbamos lookeados, porque te subías al 160 y ya te dabas cuenta de quiénes estudiaban Indumentaria»] cuando, decidido, volvió a presentarse al concurso de diseño de Alpargatas, aquel del que surgieron varios diseñadores renombrados de ayer y de hoy. Tomó la determinación de ganarlo para conseguir un trabajo que necesitaba tanto entonces. Había intentado sin suerte entrar como cadete de un banco y se había hecho el verano como vendedor de una disquería.
Como tenía que proponer un diseño en denim y tenía tan presentes a las alumnas que lo habían acompañado en el colegio católico, bocetó un jumper de jean, con tres lavados diferentes. A los 15 días, lo llamó el diseñador Mariano Toledo, que estaba en la organización del concurso, para decirle que quedaba entre los finalistas de los 500 que se habían presentado. El desfile fue en el Galpón Hirsch, actual Museum, con toda la troupe de modelos de Pancho Dotto y la efervescencia de los 90. «Todos estaban re nerviosos y yo muy tranquilo. Me di cuenta de que mis diseños les encantaban y yo estaba chocho. Al terminar, gané la primera mención, que era un contrato de trabajo en Alpargatas, que era lo que quería. Pero el animador, Roberto Pettinato, anunció que había un premio especial, que en el jurado había franceses, de un estudio que desarrollaban las líneas de jeans para Kenzo, Pepe Jeans y Armani Jeans, que premiarían con un contrato de trabajo para desarrollar su colección en París de. jumpers escolares. Cuando lo escuché, me descoloqué por completo. Imaginate, de no conseguir trabajo de cadete pasé a tener dos. Esa noche no pude dormir».
Así comenzó su primer viaje a Europa, con destino a París, donde hizo la colección de jumpers de denim, dibujó estampas de remeras y todos los días aprendía una rutina de diseño diferente. Cuando volvió a Buenos Aires, Alan Faena viajó al mismo estudio porque buscaba un diseñador. Allí mismo le recomendaron que la persona que necesitaba estaba en Buenos Aires y que se llamaba Pablo Ramírez. Así comenzó a trabajar en Via Vai, Gloria Vanderbilt, Hope & Glory, Sol Porteño y Adriana Costantini. Todo el camino que, hace 20 años, lo llevó a crear una etiqueta con su nombre, que hoy representa todo un estilo.