Fuente: Perfil – Muchos oficios ancestrales se vieron obligados a industrializarse, otros ya no se transmiten de generación en generación. En esta situación crítica, entrevistamos a tres artesanos que enaltecen los haceres milenarios del diseño.
Pensemos por unos instantes todo lo que simbolizan los oficios para un país. El valor de esos conocimientos que se transmiten de generación en generación sin manuales ni procedimientos, sino a través de la palabra, la observación, la templanza y, lógicamente el hacer.
Lo que sucede mientras se desarrollan los oficios son diferentes escenas que van relatando la historia y la cultura de los pueblos. También se forjan fuentes de trabajo, algo que fue esencial para aquellos inmigrantes que bajaban de un barco hacia un destino lleno de incertidumbres, o para los pueblos originarios que lograron subsistir a lo largo de sus vidas.
Estas son algunas de las voces que enaltecen nuestros oficios milenarios. Una aguja, un dedal y encontrarle sentido al proceso Francisco Gómez, más conocido como Franciscano Sastre, nació en la provincia de Corrientes, y fue ahí donde a sus 15 años lleno de curiosidad comenzó desarmado prendas y aprendiendo el oficio de sastre. Después de estudiar desarrollo de moldería; entre viaje y viaje a Buenos Aires en busca de telas, decidió instalarse en la gran ciudad como él la llama, para abrirse paso y vivir de lo que siempre soñó.
“Este oficio requiere de mucha disciplina y paciencia, lo opuesto a la vorágine de la inmediatez. Y es en el proceso que la mano va tomando un sentido”.
“Estoy cumpliendo 20 años trabajando en este oficio que me apasiona. Soy el sastre más joven del país. Cuando comencé, el mercado estaba escaso en el oficio y yo no tuve la fortuna de tener ese legado familiar. Esto comienza conmigo y eso me llena de orgullo y a la vez me genera mucha responsabilidad poder transmitir desde una buena base”, afirma Francisco.
Hoy es el presidente fundador de la Asociación de Sastrería Argentina que tiene como objetivos resguardar, promover y enaltecer este oficio regulando que sea un proceso 100% artesanal para poner en valor el trabajo realizado. Otro punto clave es visibilizar a todos los actores que conforman la sastrería, ya que antiguamente se creía que solamente el sastre era el protagonista. Actualmente, buscan seguir creciendo para fomentar una de las funciones más importantes que es el cooperativismo, donde la clave es compartir conocimientos y transmitir saberes.
“La sastrería artesanal es un oficio que se mantuvo firme a pesar de los años. Hoy resurge, e inclusive la generación Z busca este tipo de prendas por su carácter sustentable y único”, comenta.
“La sastrería fue creada de una manera pero los cambios de la moda aceleraron procesos, y los sastres empezaron a negociar con el sistema para sumar ventas con un producto más económico, que se adapta a las necesidades del momento. Hoy, ponés en un buscador ’sastrería artesanal’ y aparecen un montón de resultados por el uso de palabras estratégicas, pero en realidad son productos industriales o semi industriales. Un sastre trabaja con la persona, lee el cuerpo y elige el material, desarrolla la moldería y en base a eso comienza el proceso”, explica con claridad Francisco.
Él aprendió con un maestro italiano, y fue un lujo poder observarlo. “A quienes quieren dedicarse a la sastrería yo les sugiero que se compren un dedal, una aguja, hilo, que agarren una tela, y comiencen a coser y desatar durante horas. Si a las dos semanas eso te aburre, el oficio no es para vos. La sastrería requiere de mucha disciplina y paciencia, lo opuesto a la vorágine de la inmediatez. Y es en el proceso que la mano va tomando un sentido”.
Tejiendo los caminos ancestrales
Celeste Valero es tercera generación de tejedores andinos. Hija de Lucrecia Cruz y Martín Valero, maestros artesanos que de jóvenes se fueron a vivir a Casillas; una comunidad indígena en Jujuy. La decendencia quechua y la herencia de las técnicas textiles incaicas conformaron el entramado de la familia.
“Mis padres fueron y son mis grandes maestros en este camino, son la voz viva de los que estuvieron antes. Mi mamá es de pocas palabras, pero muestra con orgullo lo que hace. Antes no era así, y me tocó a mi abrir ese camino de reconocimiento para mis padres. Ella es una gran guía para todas nosotras que somos las tejedoras”, nos cuenta Celeste con su voz serena.
“Cuidar los oficios es de máxima Impotancia en este momento de la humanidad, es lo que mantiene el equilibrio entre los humanos y la naturaleza”.
En 2019 creó Tejedores Andinos que está conformada por 15 mujeres y 3 hombres. Por un lado como una forma de organizarse, resistir al olvido y a la marginación, y por el otro, para crear en comunión. “Cuando nosotras nos unimos logramos relatar el valor de lo que hacemos, y a la vez tejer sin lo colectivo carece de alma”.
“Yo observé que había muy poco reconocimiento para quienes le dábamos vida a ese objeto textil. Si hay mal pago, es porque no están sabiendo quiénes somos. Y si no quieren mostrarnos, es porque no saben valorar todo lo que hay detrás”, afirma Valero.
“Nuestra generación todavía está resistiendo en la lucha de quién pude y quién no, en esos lugares segmentados entre el arte, la artesanía y el diseño. El ser artesano era un oficio solo del hogar, y nosotros estamos en ese cambio. Yo veo una luz en la ancestralidad. Cuidar los oficios es de máxima importancia en este momento de la humanidad, es lo que mantiene el equilibrio con las personas la naturaleza, y los objetos. Un futuro más consciente que necesitamos desarrollar constantemente”.
El arte del sombrero
La casa Maidana surge en 1910 de la mano de Luis Maidana, quien junto a un socio comienzan a fabricar sombreros en pleno corazón de la Ciudad de Buenos Aires. En esa época todavía no estaban en auge, pero ya en la década del 20 con el surgimiento de la clase media argentina, el sombrero comienza a ser una forma de diferenciarse; especialmente para los hijos de inmigrantes que tenían la posibilidad de estudiar, usaban el modelo bombín como un elemento de distinción en el vestir.
Siguiendo con el recorrido histórico, entre los años 60 y los 70 fue el boom del diseño Carajito ala corta emulando el estilo de Nat King Cole y Frank Sinatra. Sin embargo, el sombrero no solo fue y sigue siendo sinónimo de elegancia y estilo, sino también una gran herramienta de protección para quienes realizan trabajos en el campo.
Conversamos con Adriana Maidana, cuarta generación de la familia, quien junto a su hermana Silvia y a su madre Manuela, continúan con este legado que aman, honran y al que consideran un arte. Escucharla es un placer, tanto por el conocimiento que tiene sobre el oficio, como por la emoción que le genera continuar con escribiendo la historia de esta familia de inmigrantes que gracias a este métier logró salir adelante, y como ella misma dice, le dio de comer a cuatro generaciones y les brindó la posibilidad de crecer y estudiar.
“En estos tiempos que transita argentina Sería clave Que abran las escuelas de oficios para generar distintas fuentes laborales”.
“Nosotros seguimos fabricando los sombreros con el sistema borsalino, que es todo a mano, es un arte. Hoy día, el sombrero se dejó de usar bastante, pero hubo un tiempo en el que tenía mucha preponderancia. Por ejemplo en la línea A de subtes había repisas donde la gente dejaba sus sombreros, o en cines como el Gaumont debajo de butacas había unos cestos donde se colocaba el abrigo, la cartera y el sombrero, pero eso fue desapareciendo”, nos cuenta Adriana.
Para Adriana el futuro de los oficios mermó muchísimo, de hecho existen muy pocas escuelas de oficio, y sin duda esto es una gran pérdida ya que siempre fueron una gran herramienta laboral. “En estos tiempos que transita la argentina sería clave que abran estas escuelas para generar fuentes de trabajo a personas que tal vez no tienen la posibilidad de acceder a ciertos niveles académicos. Y no solo lo digo en referencia a los sombreros, sería un camino revivir todos los oficios perdidos”.
Hoy día esta casa que fue declarada Sitio de Interés Cultural, por donde han pasado desde Arturo Illia hasta Antonio Tarragó Ros sigue siendo un orgullo para memoria de nuestro país.
Sin duda lo oficios en nuestro país están en una situación muy crítica. Si bien, muchas personas se inclinaron hacia un consumo más racional y ético, priorizando la calidad por sobre la cantidad, y el impacto sobre el medioambiente, la vorágine en tiempo de redes hace que siga creciendo una forma de compra compulsiva, muchas veces para silenciar la angustia del contexto en el que vivimos.
Los oficios mermaron, muchos se vieron obligados a industrializarse, pero hay algo muy poderoso que viene emergiendo entre las sombras, y es una forma colectiva de trabajo; donde las individualidades quedan de lado para abrirle paso a los sistemas cooperativista, donde lo colectivo está por sobre cualquier competencia que ya quedó obsoleta. Seguramente en ese camino se empiece a vislumbrar la luz, esa que va a seguir iluminando nuestra historia, y la de todos aquellos que enaltece los oficios de nuestro país.