Fuente: La Nación ~ Históricamente, los dos mundos se entrecruzanen los Estados Unidos, desde prendas como emblema de patriotismo hasta el vestir Jackie Kennedy, Nancy Reagan, Hillary Clinton y Melania Trump.
Los íconos y símbolos de los Estados Unidos siempre fueron elementos bien cuidados. Si bien hoy es moneda corriente en todos los niveles imaginables, el uso de la bandera de ese país estampada en la ropa no siempre fue bien visto, y mucho menos celebrado. Es más, fue interpretado como el último disidente norteamericano y símbolo de protesta contra la guerra de Vietnam. El activista Abbie Hoffman, en 1968, fue arrestado por usar una camisa con la bandera estampada. Cuando la policía le sacó la prenda en cuestión quedó desnudo de la cintura para arriba y, al subirlo al camión de arresto, se pudo ver perfectamente la bandera de Vietnam del Norte pintada en su espalda. No existió entonces una situación pensada para tal efecto, pero sí hubo un gran efecto con la situación.
Si bien aquel 1968 se cocía a fuego fuerte, en todo el mundo eran, claro, tiempos lejanos a la era del marketing y las redes sociales. La espalda de Hoffman hoy hubiera tenido más likes que cualquier pueblo pequeño. Más allá del arresto por la causa de Hoffman, pensarlo más de cinco décadas después parece casi una broma. Sobre todo por cómo la moda se fue tejiendo y bordando con la política, ubicándola cada vez más en un contexto que le sirve de inspiración, apoyo y también como plataforma de despegue. Y por supuesto, como una excusa. Hay que vender y la política es un elemento más a tener en cuenta. Todos nuestros actos son políticos y lo que vestimos, la manera en que lo hacemos y el contexto en el que ocurren provocan, llaman la atención y cuentan algo, aunque no querramos. La intención, aunque tácita, siempre está.
Pulgares para arriba y abajo
Era el verano de 2000 y Catherine Malandrino, una francesa afincada en los Estados Unidos, puso a la venta una prenda que se convertiría en un hito de la moda norteamericana, y que además la consagró con nombre y apellido. Al menos en aquel momento. Inspirado en la película Easy Rider (1969), el vestido en cuestión estilo chemise es un amasijo de rayas y estrellas de la bandera estadounidense estampadas sobre varias capas de gasa, convirtiéndolo es una suerte de varias banderas traslúcidas envolviendo el cuerpo.
El modelo fue relanzado por la diseñadora en 2008, para conmemorar la elección de Barack Obama y, en julio de ese mismo año, formó parte de la muestra Moda y política en el museo del Instituto Tecnológico de Moda (FIT) de Nueva York como símbolo de patriotismo, luego del atentado a las Torres Gemelas. Nadie, absolutamente nadie, impidió que el vestido tuviera popularidad y continuara todavía hoy siendo un objeto de caza para coleccionistas de moda que buscan joyitas de costura con imagen y contenido.
En 2016, Meryl Streep, demócrata a ultranza, consciente de su poder e influencia tanto en la política como en la moda, usó el vestido embanderado azul blanco y rojo durante el acto en el que Hillary Clinton se postuló como candidata a presidente. La actriz todavía lo conserva, y se dice que Anna Wintour, también. No se trata de un vestido más, es un ejemplo absoluto y honorífico, un emblema de patriotismo que demuestra que la moda estadounidense, el famoso american sporstwear, es siempre una bandera flameando en lo alto.
En el país donde mucha gente llega para hacerse la América, otras veces no hay segundas oportunidades con final feliz. Y también son conocidos los recelos de los norteamericamos cuando algo no les gusta. El 8 de septiembre de 2001, el diseñador mallorquí Miguel Adrover presentó con Utopía una de sus mejores, emocionantes y más controversiales colecciones inspirada en las mujeres de Medio Oriente.
Con una nueva vuelta de rosca y una personalísima mirada a través de la ropa, desenmascaraba la realidad de aquellas mujeres que muchas veces sueñan mejor de lo que viven. Aquel verano fue para Adrover un desafortunado timing, y la caída de las Torres Gemelas tres días después hizo que su propuesta de moda fuera considerada una apología talibán y una falta de respeto hacia los Estados Unidos. Nadie entendió, o no quisieron entender, que sus claras referencias estéticas no tenían relación con lo ocurrido.
De nada le valió haber ganado un año antes el merecido premio Perry Ellis Award al mejor diseñador emergente. Su consolidación como la esperanza de la moda norteamericana se desvaneció, además de traerle más problemas en el mundo occidental que en el oriental: sus inversores le retiraron el apoyo. Y si bien volvió a Nueva York dos años después con una colección que incluyó un vestido hecho con la bandera de las Naciones Unidas, su estímulo empezó a decaer y decidió refugiarse en su Mallorca natal. Aquel humo oscuro de las torres prendiéndose fuego se llevó todo por delante, incluido al diseñador y a la belleza de su moda intelectual y política.
Ellas adelante
Hubo una época en la que la primera dama era solo eso, la esposa del presidente. En los 60, la realidad empezó a cambiar, y lo hizo para siempre. Jackie Kennedy fue la primera Primera Dama norteamericana con más marketing, cuyo estilo estuvo coordinado en 360° con el lugar que ocupó. Hizo política a su modo y demostró que la moda era política. Cortó de cuajo los comentarios mal intencionados, mas no falsos, que decían que ella y su suegra Rose Kennedy gastaban fortunas en ropa en sus tours por el Viejo Continente.
Claro, la esposa de John F. Kennedy, proveniente de una de las familias aristocráticas más emblemáticas, acostumbraba a vestir colecciones europeas. Fue Diana Vreeland, la famosa y extravagante editora de moda de las ediciones estadounidenses de Vogue y Harper’s Bazaar, quien le recomendó revisar su guardarropas y empezar a vestir diseñadores norteamericanos. En 1960, Vreeland fue su asesora y logró que se convirtiera en la perla de la White House con un gusto exquisito. “Antes de los Kennedy, el buen gusto nunca fue el fuerte de los Estados Unidos modernos”, dijo.
Con los sinsabores que podía traerle a Jackie, era hora de vestir etiqueta nacional. Y así fue. Norman Norell, conocido como el Balenciaga norteamericano, fue uno de sus favoritos. Por ese entonces, el diseñador también vestía a Marilyn Monroe y fue el responsable del vestido de paillettes estilo sirena que usó para recibir el Globo de Oro en 1962. Fueron, quizá, los rumores del affaire entre su marido y la blonda los que provocaron que la señora Kennedy dejara de tenerlo en cuenta. Y a rey muerto, rey puesto.
Oleg Cassini se convirtió en su diseñador de cabecera y el responsable de crear el estilo conocido como lady like (incluido el famoso vestido Jackie), diseñando 300 vestidos más para la causa de la Casa Blanca. Pero… hecha la ley, hecha la trampa. Si bien ella seguía comprando ropa en Francia a escondidas, a través de una amiga o de su hermana Lee, encontró la manera de seguir vistiendo prendas francesas.
La solución estuvo en Chez Ninon, un sastre norteamericano que le cosía ropa europea en los Estados Unidos. Una cara salida diplomática para satisfacer el buen gusto voraz de la primera dama. Se dice que el tailleur rosa que vistió en Texas el día de la muerte de su marido estuvo confeccionado en Chez Ninon con tela, botones dorados y avíos traídos directamente de Chanel desde París. Eso sí, el pill box (sombrero con la forma de caja de pastillas) era ciento por ciento norteamericano y estaba firmado por el novato Halston.
La misma posta política sobre vestir prendas de diseñadores norteamericanos fue tomada por Nancy Reagan, la delgada esposa de Ronald, que fue algo más que la compañera del presidente. Su frágil y magro cuerpo fue tan clave como cualquiera de las decisiones políticas de su marido en un momento clave para la economía norteamericana. Fue la primera en promover la moda y los modistos norteamericanos.
De hecho, hacerlo fue parte del mandato de los consejeros de la Casa Blanca. El gobierno de su marido apostaba por el positivismo económico y su imagen y lo que vestía debía estar a la altura. Se imponían las líneas clásicas, simples y sencillas, y ella sabía qué se adecuaba a su silueta. Fue la mejor representante de Carolina Herrera, Óscar de la Renta y Bill Blass, entre otros, para que luciera el Made in USA en cada acto oficial. Uno de sus más recordados vestidos fue creado por el diseñador nacido en Filadelfia James Galanos, con un solo hombro, de satin blanco bordado, que usó en 1981 durante el baile presidencial.
Promover la moda de su país era un ardid fabuloso, pero gastar fortunas en ropa patria sonaba desafinado en los oídos de la opinión pública. La política de su marido recortaba y ordenaba presupuestos, y el clóset de Nancy crecía en volumen y en valores. Tuvo que aceptar los vestidos como regalos y, luego, donarlos a museos para lavar la culpa de una sociedad que le pasaba factura. Aunque no cabían en su vestidor y le costaba desprenderse de ellos fue una de las que más hizo por la moda de su país. La mejor embajadora tuvo en 2007 una muestra llamada Nancy Reagan: A First Lady’s Style, donde se estampaban 80 de sus más emblemáticos vestidos.
A Melania Trump los diseñadores norteamericanos no querían vestirla. El entusiasmo hacia la esposa de Donald Trump era casi nulo y pocos se atrevieron de primera mano a mostrarse cerca. El lado B rumorea que se sentían presionados por la primera dama de la moda editorial, la demócrata Anna Wintour. Fue Ralph Lauren quien saltó la valla, esquivó el aire gélido de las páginas de Vogue y se atrevió a ser el diseñador de la exmodelo eslovaca el día de la asunción.
Lo curioso es que en 2016 el diseñador habia sido denominado el talismán fashion de Hillary Clinton por vestirla en los debates presidenciales y en los actos más importantes cuando era la oponente de Trump. La apuesta de Lauren iba más allá: iba camino a convertirse en el diseñador norteamericano en crear el estilo de la primera mujer presidente de Estados Unidos. La selección de Clinton y su equipo no fue casual: Ralph Lauren encarna perfectamente el sueño americano. Clinton perdió, Trump se convirtió en presidente y Ralph Lauren volvió a ganar.
Cuando imagen y contenido no están a la par, cuando los comportamientos puertas adentro no condicen con la imagen exterior, las facturas de compra de ropa son aún más caras. Los casos hablan por sí solos. Lograr una imagen de primera dama no es tarea sencilla y requiere de la construcción de un estilo que, aunque la ropa es fundamental, la trasciende. Se tiene o no se tiene. El allure es necesario, y hoy también importa ser genuina. Las falsas posturas de una primera dama que no está a la altura trascienden incluso al vestido del diseñador de turno, sobre todo cuando lo que se persigue es la fama a cualquier precio. Y eso las primeras damas norteamericanas lo saben. Sus asesores son personas bien entrenadas que, aunque luchen con sus caprichos, hacen prevalecer el concepto más conveniente y favorable.
Las declaraciones políticas no siempre son de la boca para afuera. También tienen en la ropa un espacio y un lienzo para contar, denunciar o pedir. Si bien no era la primera política que asistía a una Gala del MET, Hillary Clinton lo hizo en 2001. Alexandria Ocasio-Cortez vio esa noche la oportunidad perfecta para desafiar a la sociedad y la élite de la moda más poderosa del mundo.
La aparición de la joven congresista demócrata socialista, miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, en la gala de 2021 fue controversial y pensada. El Tax the Rich (impuestos a los ricos) en letras rojas se podía leer en la espalda del vestido blanco de corte sirena con cola de tul y hombros descubiertos, diseñado por la firma Brother Vellies. El vestido fue diseñado para que la leyenda sea la pancarta perfecta mientras la congresista subía la escalera. El debut de Ocasio-Cortez fue polémico y despertó incomodidades y pasiones. Pedir que los ricos paguen más impuestos en un evento de moda con gente rica era una nueva manera de hacer moda y política. Esa noche un millonario pagó los 35.000 dólares que costó cada cubierto de la gala a la cual asistieron ella y Aurora Jones, la directora creativa de Brother Vellies.