Fuente: La Nación ~ Encuentro oportuno repetirlo: jamás la moda ha sido ni es el factor decisivo ni el puntapié inicial ni el motor de arranque de los cambios de significativos de usos y costumbres en nuestras sociedades. Pero está alerta y entrenada para captar y capturar las innovaciones de todo tipo y para acompañarlas. La minifalda no precedió ni trajo a la píldora anticonceptiva, pero sí fue el símbolo concreto y elocuente de aquel paso de las mujeres hacia la gestión factual de sus propios cuerpos.
No es casual que los movimientos de disenso social y cultural, que logran quebrar barreras y legitimar nuevas formas de independencia, hayan siempre buscado tener una identidad visual potente, manifiesta en la apariencia, en la vestimenta, en los cuerpos de su gente. En nuestra sociedad de la imagen ver es creer; aquí y ahora, contradiciendo al dicho, el hábito sí hace al monje.
Mostrarse al mundo según y cómo lo que se siente y se cree ser se ha convertido en la prioridad de muchas personas, ahora que la reformulación de las identidades de género –a través de realidades tales que las transexualidades, los géneros auto percibidos, las reasignaciones de género o los géneros no binarios y la necesidad de inclusión de todas ellas en la trama societal– ha entrado, desde la cultura alternativa, en la conversación general y en el debate político. Dados el peso y volumen de este conjunto de nuevas circunstancias sociales y su conexión inmediata con el asunto de la apariencia resulta curioso que la moda lo haya poco menos que ignorado. En efecto, solo cierto circuito paralelo de creación se maneja con formatos y conceptos inclusivos, de las prendas sin género adjudicado a la incorporación laboral de personas concernidas por la temática. Las marcas medias y grandes y la moda de lujo creen cubrir su cuota de diversidad con ocasionales colecciones cápsula y la incorporación esporádica en desfiles y quizá alguna publicidad de modelos no conformes a cánones que hoy por hoy resultan desactualizados.
Síntoma de la época: hay, sin embargo, una empresa internacional de gran importancia que acaba de concretar una política de representación de género tan correcta como astuta. Aunque no se trata ¡ay! de una corporación de moda sino de una línea aérea, la Virgin Atlantic, siempre canchera, se autopercibe como “la más inclusiva en los cielos”. Su gesto, o su truco, anunciado hace unas semanas: el personal de la compañía está habilitado a vestirse con el uniforme que “mejor les represente” y optar por un distintivo con el pronombre personal con el que desean ser nombrados. La elección de las prendas, diseñadas por Vivienne Westwood, se reduce a dos opciones de lo más tradicionales: un conjunto de chaqueta con faldón sobre blusa blanca, pollera tubo y tacos, todo rojo, o un traje pantalón de color vino tinto, en confecciones para todo tipo de cuerpos, en materiales reprocesados. Los folletos muestran a un chico joven lucir con gracia el tailleur rojo mientras una señora robusta lleva con aplomo el traje y la corbata.
Diez puntos para Virgin Atlantic que en otro tiempo obligaba a sus azafatas a llevar polleras, tacos altos y maquillaje. Ahora nos queda esperar el día en que las casas de moda dejen de forzar a todo su personal a mantener códigos de vestido ya caducos y dejar que la vida recorra y refresque sus salones.